Crónica cuenteada (días y horas en la #Venezuela bajo asedio)

2Y yo, que iba a llamarte voluble,

a recriminarte el cambio de trato,

más precisamente,

la suspensión abrupta

de cualquier dosis

-por ínfima que fue, que era-

de tu cariño.

Pobrecito yo, sin gota de poesía;

triste y apocado yo,

tirado a la calle,

aun sin «lujo de violencia»,

por tus ladrones y malandrines.

Ardiendo de vergüenza yo,

más todavía al recordar

«que adoré / 

tu cuerpo de carrera /

que tiene más curvas / 

que la vuelta é la culebra«.

Desconcertado yo,

nuevamente yo,

bravo-confuso yo. Yo

el iracundo, el incómodo, el molesto…

Y no te odio yo,

Caraca, mi Caraquita:

horripilante de día,

ni a tus cómplices odio,

protegidos tuyos o

tus defensores que,

sin saber bien a bien

lo que hacían, esta vez

me han metido una mano.

Todo está bien, reitero, bien,

sin duda bien,

desgraciadamente bien.

 

Mascullo mi amargo,

doy media vuelta y

seguiré mi viaje.

«Choro é choro», dice la Yes, que se llama Yessi, no Jessica ni otra cosa, pero como aquí todo se recorta y no solo las eses, ella se asume simple y positivamente como Yes. E insiste: ella es de la línea (políticas aparte) de que «choro é choro», siempre lo ha dicho. «A él (el choro) le importa son los reales y más ná», puntualiza Yes, ilustrándonos, luego de escuchar lo del robo y las pérdidas. Más que relatarle, tuvo en suerte presenciar nuestro ineludible intercambio de opiniones y perspectivas, un poco más sereno al día siguiente del hurto.

-No los odio -digo sin aguantar la presión ni haber formulado muy claramente un panorama general de lo que está pasando-. Me da arrechera, obvio, pero no son la raíz ni el núcleo del problema, no sólo el nuestro ahora, sino el del país distinto que estamos descubriendo… o que nos sorprendió. Ajá, más bien él a nosotros, con esta «bienvenida».

-De alguna manera tienen que resolver -acota mi interlocutora original, que cierra con broche de oro-, y nos ganaron limpiamente.

Imaginate vos, a vos misma, volviendo al cruce en que nos conocimos. Vas palpitante, ansiosa. Sabes que no estaré e igual anhelas el reencuentro, con las calles al menos, pero aunque están no son, descubres de pronto, y maquinas (sin voluntad casi), mecánicamente, la idea de que llegaste tarde, y caes en cuenta, también -ya encarrerados-, de que es re largo el tobogán, que estás harta de la inercia, que la velocidad sí aumenta y complicará de más el ensueño que añorabas -a lo Cortázar quizá-, buscándome contra toda posibilidad en este lugar y a esta hora.

Entre lo bueno hubo algunos re-encuentros, como aquel con el médico que atiende en el Psiquiátrico de Manicomio y quien, al buscarlo yo en medio de una guardia en urgencias, confesó agobiado: “¡me tienen loco!” L@s hay, según me explicó, pacientes de todo género que llegan a una emergencia buscando ser escuchados durante horas, sólo para quejarse de lo que todo el mundo sabe, todos los que estén al tanto de la situación aquí por medio de las trasnacionales noticiosas, grandes o pequeñas, es decir, tercerizadas pero a sueldo al fin de las agencias informativas clásicas. El denominador común de l@s pacientes es el estrato socio-económico, lo que delata un retroceso, por los quinimil factores implícitos en una guerra que es la más guerra de todas y, si Galeano el uruguayo decía verdad, suele llamársele paz.

Suponte unas calles bien conocidas para ti y que te buscan seguido, como remansos en medio de fatigas laborales, escolares, militantes, domésticas… Unas calles, en fin, que soñabas palpitando al ritmo de tus pasos y, al volver a ellas no son ya las de esa película que te llevaste en la memoria; que gustabas repetir y reeditar, cortando y agregando elementos en un montaje sin fin que visitabas fielmente para seguirlo trabajando. Están allí mismo, no se han movido ni transformado de manera considerable, pero sí de un modo que no puedes dejar de percibir. ¿Acaso lo que ibas a extrañar era casas, bloques, asfalto, concreto, hierro y vidrio?

-Cómo va la vaina, ¿vuelves a la chamba?- pregunta mi pana cuando conseguimos, al fin, sentarnos a beber una kurda en los alrededores de Bellas Artes.

-Nah… Sería por puro prestigio y, ya tú sabes lo que me interesa brillar en sociedad. Nos volvemos -suelto a quemarropa, antes de que se me enreden las ideas y me hagan intragable el nudo en la garganta.

-¡Coño, pero si acaban de llegar!

-Coño, pero la cuesta-arriba después del robo es como de dos millones, por lo bajo, y estuvo leve…

-¡Coño, sí! -ratifica mi socio, más con la expresión en su mirada que con el monosílabo, mientras chocamos botellas y bebemos.

Figúrate que, a los dos o tres días de llegar te roban todo…  ¡casi todo!, pero no te nace odiar a los ladrones, ni a la autoridad aquí. No bien intentas comenzar a poner en marcha los proyectos de mediano plazo, sientes el nuevo leñazo: lo irreparable, otra vez, una vieja conocida que, cada tanto, le salta encima a alguien que ni pendiente, que no la llamó, ni la temía, ni la tentaba (como yo, por ejemplo, con excesos y descuidos). Alguien a quien, por cierto, algo te unía, te aproximaba. Y parecen concertados, los que se van, la que los lleva y tú mismo para frustrar un último encuentro, una amistosa despedida, un sinceramiento embriagado siquiera… Uno que solo allí,  en la embriaguez -no por cierto exclusiva del vino-, hallará remanso para formular respuestas y preguntas, para decir lo no dicho: «¿Por qué no fueron distintas las cosas?, ¿por qué no pudimos decirnos todo lo que debíamos?, ¿por qué moría sin que yo pudiera expresarle el amor que sentía?».

-¿Qué se llevaron?

-Toda mi chamba del último año y medio: trabajos acabados, truncos y en marcha, incluyendo materiales para clases que di, todo se fue al carajo, todo quedó en la memoria, perdida sin respaldo, de la compu -el estallido es liberador y abre paso a una descarga que mi víctima soporta con algo de genuino interés-. Piensa que llegamos –exhorto- como si nos hubiéramos ido la semana o el mes pasado. Todo cambió, obvio, pero… ¡va muy rápido!, es nuevo y hace parte de algo que no podíamos “experimentar en cabeza ajena», suficientemente atractivo como para hacer la vuelta y dejarlo todo, porque había que sentirle la humedad al secreto, caer en estas contradicciones, o hacer equilibrios y malabares para entender, antes de explicar, qué y cómo ha pasado todo esto: ¡los niños en la calle, para no ir lejos!, fueron nuestra bandera (¡hace no más de un año y medio!): «allá esto no se ve», contrarrestábamos decididos a los supercríticos, que súper abundan.

-¡No había, cierto! Son la imagen de una guerra en marcha, brutal. Prueba de que es guerra…

-Pero sin enemigo preciso, fácil de ubicarlo para entablar combate o para emprender la retirada. Al menor descuido te encuentras buscando que alguien la pague, sin comprobar veracidad, responsabilidades…, o apabullado por el que se suponía tu aliado.

Dos tragos (es) la vida.

Un (solo) trago la muerte.

Tragos y tragos

de birra en el vientre.

Tragos de vida y

tragos de muerte.

Tragos la vía,

¡trago al demente…!

Tragos por día, muerte

Por diente.

Ay, pero qué pesado -dice en tono irónico mi compadre-, ya vas a teorizar…! El punto es -retoma él la idea- por qué le llamamos así: por imposición, claramente, esa misma costumbre que intenta ahora posicionar a «los jóvenes pacíficos que salen a protestar, ingenuos, contra una dictadura que los reprime con saña», pero, acá dentro, cualquiera sabe que esos actos no tienen nada de pacífico; que sus convocantes son perversos, que están llamando abiertamente a salir a matar y, ¡peor que peor: no hemos sabido comunicar eso hacia fuera y tampoco hacia dentro!

-No solo están llamando al asesinato, a matar o apalear a quien quede fuera de sus prototipos, también están elevando las provocaciones hasta lo inaudito, en busca de una respuesta que rompa el control de soldados y policías que son chamitos, y deben procesar, sin inmutarse, agresiones racistas y clasistas de las hordas criollas que, mientras tumban alguna reja de una bases militar, los llaman «simios», «muertos de hambre». Como siempre, como si nadie hubiera aprendido nada, o como si acá no hubiera pasado ni se estuviera jugando nada…

Ellos nunca han estado dispuestos a compartir nada -ataja bien mi pana-, menos frente a la meteórica evolución de un paracaidista caído del cielo, sin que nadie lo esperara (desde un avión militar, para más señas), y que desencadenó luego un proceso de ruptura en favor de los pata-en-el-suelo…

-Pero la degradación del otro -vuelvo a la carga- es generalizada, y no sé a quién convenga una cosificación que busca llevarnos al límite (encerrarnos en la ratonera) de optar por deshacerse de «la basura«, de eso que está obstaculizándonos la cotidianidad, que obstruye el paso o «afea» el paisaje.

Queda pensando mientras salimos de «El tercer mundo», detrás de la Plaza Morelos. Algo alcanzamos a hablar, todavía, de los dialectos sudacas: de cuánto se afianza uno en el propio o, al contrario, cuánto lo esconde, según la situación en la que esté y el entorno al que se enfrente. Y de los cruces y mezclas raras, además, con las que acabamos a veces.

Por la mañana lo encontré platicando con una de las gatas. La reconstrucción que de esos hechos he venido articulando indicaría, de ser acertada, que él se disculpaba luego de zamparle un par de hostias y, aunque insistía en llevar su buen tanto de razón, la culpa lo doblegaba a tal punto que, en varias partes del discurso, increpaba exaltado, cual si se dirigiera a una masa desobediente, necia o embelezada, a una atenta gata que, no por reconvenida, perdía un ápice de altivez:

-¡Coño Negra…! ¡Que te lo digo, que te lo estoy diciendo: ya te lo dije ya! Y tú en tu vaina, mirándome por encima del hombro, como a un pendejo, ¡y no, Negra, ¿oíste?: ¡tuyo ni de nadie… gallego o chino, gringo o portugués! ¡Ya está bueno ya!

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